Moscú consolida su ofensiva en Donetsk y captura nuevas aldeas en Dnipropetrovsk y Járkov, mientras Zelenski regresa de Washington sin garantías sobre los misiles Tomahawk que Kiev considera cruciales para frenar la ofensiva rusa.
Soldecanarias.net / Redacciòn / Internacional
La guerra en Ucrania ha entrado en una fase de desgaste territorial y diplomático, marcada por el avance sostenido de las tropas rusas en el este del país y por la creciente incertidumbre sobre el futuro del apoyo militar occidental, en particular de Estados Unidos.
En las últimas horas, las fuerzas rusas han informado de la toma de tres nuevas aldeas, una en la región de Dnipropetrovsk y dos en Járkov, ambas zonas clave para el control de los corredores logísticos y las líneas defensivas ucranianas. Esta operación representa un movimiento táctico dentro del patrón de avance lento pero constante que Moscú mantiene desde hace meses en el este de Ucrania, concentrando sus esfuerzos en las regiones de Donetsk y, más recientemente, en los límites de Járkov y Dnipropetrovsk.
En particular, el control de la aldea de Pryvillia, en Dnipropetrovsk, permite a las fuerzas rusas consolidar su presencia en una zona estratégica desde donde pueden proyectar presión hacia el sureste del país. En Járkov, la captura de Pishchane, cerca de Kupiansk —una ciudad devastada por los combates— y de Tykhe, en la frontera con Rusia, sugiere una intención clara de afianzar un corredor territorial que fortalezca la logística y las líneas de suministro rusas.
Mientras tanto, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski ha regresado de su visita a Washington sin el compromiso que Kiev buscaba: la entrega de misiles Tomahawk de largo alcance. Aunque las conversaciones con el presidente estadounidense parecían abrir una puerta a este tipo de armamento, finalmente no se concretó ningún acuerdo, lo que ha generado desilusión en sectores del gobierno ucraniano y en una población agotada por más de tres años de guerra.
Desde la perspectiva ucraniana, los misiles de largo alcance podrían cambiar el equilibrio en el campo de batalla, al permitir ataques más profundos contra posiciones logísticas rusas y potencialmente obligar al Kremlin a reconsiderar su estrategia ofensiva. Sin ellos, Ucrania se ve obligada a seguir defendiendo su territorio con recursos limitados, mientras intenta evitar una ruptura de sus líneas defensivas.
Al mismo tiempo, la infraestructura energética de Ucrania sigue siendo un objetivo prioritario para Moscú. La planta de Zaporiyia, la mayor central nuclear de Europa, ha vuelto a ser objeto de trabajos de reparación tras nuevos ataques que afectaron su suministro eléctrico, lo que añade una dimensión de riesgo nuclear al conflicto y mantiene en vilo a las autoridades internacionales.
Este escenario plantea una doble presión para Ucrania: resistir en el frente militar ante un enemigo mejor armado y preparado, y mantener viva la atención y el compromiso internacional en un momento de fatiga diplomática y electoralismo creciente en Occidente. La falta de avances concretos en Washington no solo supone una derrota simbólica para Kiev, sino también una advertencia sobre la fragilidad del apoyo externo en una guerra que se prolonga mucho más de lo previsto.
Por su parte, Rusia continúa reforzando su narrativa de una ofensiva legítima, mientras consolida posiciones en territorios ocupados y apuesta por una guerra de desgaste, convencida de que el tiempo juega a su favor ante un escenario internacional fragmentado y dividido.
La guerra en Ucrania se adentra así en una etapa crítica: con las líneas del frente oscilando lentamente y la diplomacia internacional debilitada, el equilibrio del conflicto parece depender menos de grandes ofensivas y más de la capacidad de ambos bandos de sostener el esfuerzo militar, político y psicológico en una guerra cada vez más prolongada y costosa.
