Por Mohamed Jamil Derbah, Asesor Especial del Primer Ministro de Guinea-Bisáu y Asesor Internacional de Países Africanos.
En los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno que atraviesa fronteras y desafía nuestras concepciones tradicionales de nación y comunidad: la migración. Este movimiento, que afecta a millones de personas en todo el mundo, es mucho más que un simple tema de políticas o estadísticas. Es un drama profundamente humano que exige nuestra atención y, sobre todo, nuestra acción colectiva.
Como asesor internacional que ha trabajado con varios países africanos, he visto de primera mano las dificultades que enfrentan quienes se ven obligados a abandonar sus hogares en busca de un futuro mejor. La migración no es una decisión que se toma a la ligera. Es una elección dolorosa, a menudo dictada por la desesperación, la violencia, la pobreza, o el simple deseo de ofrecer a los seres queridos una vida digna y segura.
Sin embargo, este drama humano no es exclusivo de África. En todas partes, desde las costas del Mediterráneo hasta las fronteras de Europa y América, las historias son las mismas: hombres, mujeres y niños enfrentan peligros inimaginables, arriesgando sus vidas para cruzar mares y desiertos, en busca de una esperanza que, con demasiada frecuencia, se les niega. La muerte en el mar, la explotación, y la xenofobia son realidades a las que nadie debería enfrentarse, y mucho menos aquellos que ya han sufrido tanto.
Es fundamental recordar que la migración es un fenómeno global, y como tal, requiere una respuesta global. No podemos abordar este desafío de manera aislada. La cooperación entre naciones es esencial, no solo para gestionar los flujos migratorios de manera segura y ordenada, sino también para abordar las causas profundas que obligan a las personas a huir de sus países de origen.
Pero más allá de las políticas y los acuerdos internacionales, lo que realmente importa es la voluntad de reconocer la humanidad compartida que nos une a todos. Cada persona que migra tiene una historia, un rostro, una familia, y un sueño. Cuando permitimos que el miedo y el rechazo dicten nuestras acciones, no solo estamos fallando a esos individuos; estamos fallando a nosotros mismos como comunidad global.
Es crucial que cada uno de nosotros se pregunte: ¿Qué clase de mundo queremos construir? ¿Uno en el que las personas sean juzgadas y rechazadas por las circunstancias de su nacimiento, o uno en el que todos tengan la oportunidad de prosperar y vivir en paz? El drama humano de la migración nos recuerda que nuestra humanidad compartida debe estar en el centro de todas nuestras decisiones.
En mi experiencia, he aprendido que la verdadera fortaleza de una nación no se mide solo por su poder económico o militar, sino por su capacidad de mostrar compasión y solidaridad con los más vulnerables. Los países que abrazan la diversidad y apoyan a quienes buscan refugio no solo se enriquecen cultural y socialmente, sino que también fortalecen sus economías y su cohesión social.
En última instancia, gestionar la migración de manera humana y eficaz no es solo un imperativo moral, sino una oportunidad para construir un mundo más justo y equitativo. Es una tarea que requiere compromiso, cooperación y, sobre todo, un profundo sentido de responsabilidad compartida.
Debemos recordar que, en un mundo cada vez más interconectado, el bienestar de uno depende del bienestar de todos. Es momento de actuar con valentía y compasión, de unirnos como países y naciones, y de trabajar juntos para garantizar que nadie sea dejado atrás en la búsqueda de un futuro mejor.
La migración es un desafío, sí, pero también es una oportunidad para demostrar lo mejor de nosotros como humanidad. No dejemos que el miedo y la indiferencia nos definan. En lugar de eso, construyamos juntos un futuro en el que la solidaridad, la justicia y la humanidad prevalezcan.
Mohamed Jamil Derbah
Asesor Especial del Primer Ministro de Guinea-Bisáu y Asesor Internacional de Países Africanos.


